I
Septiembre de 2001
“¡Carajo!”, escuchó José y se puso de pie como tirado de la oreja.
Sucedió en una gran isla argentina, abrazada por los ríos Paraná y Uruguay, dos torrentes que nacen en Brasil y recorren kilómetros separados, uniendo países, para luego juntarse en la cuenca del Río de la Plata, y que dan nombre a la provincia. Allí estaban, en la oficina de un diario de la capital, ojeando el ejemplar del día. Camilo, en búsqueda de algunas horas de trabajo en escuelas, pero tentado por otros anuncios, prestó atención a una noticia. José, en la empresa, esperando un cheque por unas notas extras que había hecho en la redacción, cuando el carajear de esa voz rabiosa de Camilo, envuelta en una discusión, le mordió la atención.
“¡Eso es mentira!”, siguió, y José dio toda la vuelta al escritorio para observar quién era. Se miraron. Camilo levantó las cejas, volteó a la derecha, puso su puño en la boca para acomodar la garganta y siguió:
—Es mentira eso que expresa el título.
—¿A qué se refiere?
—Al cierre de las escuelas rurales. Yo trabajaba en una de ellas, y sé bien que no se cierran por falta de matrículas.
Camilo, entrerriano, tenía pelo corto y ondulado, cara colorada, barba rala de meses y ojos inquietos. Con su energía cuarentona rellenaba el enorme salón de la entrada del matutino. En el cuello pequeños rollos, estrellados uno contra el otro, completaban su corpulencia. Transpiraba. Secó unas gotas de sudor en su frente y estiró la mano para presentarse como Camilo Fink, maestro rural.
José Clementi, que no lo era, pero que vivía allí ya hacía tres largas décadas, acomodando sus lentes con el dedo índice, saludó atento, mirando hacia arriba, sabiendo que tenía una nota periodística ante sus ojos; lo olfateaba con su nariz arabesca y lo presentía con todos sus cabellos blancos, los de la cara y los de la experiencia. “Trabajo aquí”, agregó. Camilo se acercó, agachó su cabeza como para decir un secreto y siguieron la charla.
—Dicen que los dueños de este diario andan con ganas de quedarse con unas tierras de una escuela agrotécnica…
—Sí, algo escuché —contestó José, mientras se rascaba la barba apenas crecida.
Camilo miró la hora en su reloj de pulsera y pidió a José seguir la conversación afuera. Salieron y comenzaron a caminar, aparentemente, hacia ningún lado, alternando entre la calle y la vereda, mientras aquel seguía hablando de las tierras de la escuela. Dijo que eran unas setenta hectáreas, pero José quiso volver sobre la cuestión de su trabajo.
Mientras pasaban por una librería, Camilo paró y comentó que estaban caros. Miraba los libros como un objeto externo a él y que debía internalizar por medio de la lectura, que, en consecuencia, lo volvió un comprador de libros e itinerante lector, no porque leyera en el colectivo, en la cola del banco o en el baño, también porque se mudaba de las lecturas de Freire a las biografías o a las novelas históricas. En cambio José, que asintió con la cabeza por cortesía, se lamentó menos por los precios, aunque le importaran, pero él solía leer en la biblioteca popular de la ciudad, de la cual era socio, o en el escritorio de su casa, muchas veces de a dos o tres libros a la vez.
Era lunes, entonces, por lo habitual, no había tantos vehículos como los martes, que abren los bancos. Los camiones de carga y descarga de dinero no interrumpían las calles. El tráfico era fluido y sin embotellamientos. Por momentos las calles quedaban vacías, por eso algunos, como Camilo, disfrutaban de bajar y subir de la vereda. José, más prudente, solo lo hacía, lógico, al cruzar la calle. Cuando pasaron frente a un quiosco, con la boca un poco seca entre la charla y el calor primaveral, decidieron parar y pedir una botella de agua. Luego de que se la entregaran, se quedaron bajo un techo, al costado, en la entrada de un garaje.
—¿Se extasió alguna vez con agua? —preguntó Camilo, no importando si su disparate tendría sentido para su reciente interlocutor, pero seguro de apuntalar los pequeños placeres de la vida.
—¿Con agua?, no, no me drogo —sonriendo, pero, no queriendo seguir la joda, volvió a lo que le interesaba —¿Pero actualmente está trabajando?
El sol primaveral golpeaba fuerte sobre la ciudad ribereña. En un pequeño rincón sombrío de ella, Camilo abrió la botella y sirvió en un solo vaso de plástico blanco. Tomaron un trago cada uno. Camilo consultó a José si quería más, y éste lo rechazó moviendo la cabeza. Ante la negativa, Camilo sirvió el agua y dejó que corriera por su garganta.
—Algunas suplencias —dijo, pero por dentro recordaba que, mientras miraba los clasificados, estuvo seducido por otros trabajos—... pero acá andamos, como se dice, en la lucha… ¿Quién sabe de dónde salió ese dicho? ¿Usted por qué lucha?
—¿Se refiere a la lucha diaria? —la barba nueva le picaba— Yo lucho todos los días contra la autocensura, el individualismo, y en mi oficio que se ha vuelto solitario —agregó, despegándose de una pena.
—Yo también lucho contra mis contradicciones. Pero así estamos en latinoamérica…
—¿Y qué conoce de América Latina? —preguntó José. Camilo, interpelado, guardó silencio. Luego de unos segundos, José sacó sus cigarrillos.
—¡No es que no se drogaba! —insistió Camilo con su disparate, y quiso ir más allá— seguramente usted no sabe lo que es el tabaco.
—Fumo hace mucho tiempo, Camilo —aclaró José, inflando el pecho, hombros arriba, mientras largaba una cortina de humo, y se rascaba la barbilla.
—Hablo del verdadero tabaco, del rey de los curanderos. ¿Por qué no se puede tener una planta de tabaco?
La chica que atendía el quiosco, mientras trataba de concentrarse en sus apuntes universitarios, los miraba de reojo sin saber si discutían amistosamente o no. Ante la duda, les dijo que se tenían que ir porque al dueño de la cochera no le gustaba que utilicen la entrada de su estacionamiento como una terraza de bar.
—¡Ya nos vamos! —dijo José, mientras pensaba la respuesta para Camilo— Falta de tiempo, de tierra, no sé…
—¡Exacto! Por no tener tiempo y tierra para sembrar el árbol del conocimiento. Y no me llame por usted, puede tutearme —y emprendieron nuevamente la marcha.
Siguieron por la vereda con sombra, avanzando a paso lento. Camilo, que era más que maestro y menos que estadista campesino, le comentaba a José que sólo el diez por ciento de 45 millones de los habitantes en la Argentina disfrutan de los frutos de la tierra. Datos que a José, menos periodista que filósofo, le interesaban, por lo cual sacaba y guardaba continuamente una libreta donde anotaba lo que le parecía importante o ideas para sus próximas notas periodísticas.
—¿Las escuelas se cierran por falta de inversiones?
—No, ponen plata, pero acá —y Camilo apuntaba la tierra con el dedo—, acomodan todos los silos y las acopiadoras al costado de las rutas para mandar el producto afuera.
Desde que salieron del diario Camilo sabía que se dirigía hacia el gremio docente, donde se reunirían los delegados de escuelas. Ciertamente no lo era, pero iba igual. Miró el reloj. Ya comienza la asamblea, se dijo así mismo en voz alta y se detuvo en una esquina, mitad sombra y mitad sol. “Mire”, como si faltaba algo más para llamar la atención que su pose haciendo visera con la mano, insistiendo con que el resplandor del sol alumbraba las caras de todos los transeúntes con anteojos negros, uniformados, sin poder ver el resplandor de la verdad. José, sin ánimo de discutir sobre la verdad, permaneció a su lado todo el monólogo de Camilo, luego dijo que retornaría por el cheque a la redacción. Se estrecharon nuevamente las manos y avanzaron cada uno en dirección opuesta, solo unos pasos, hasta que Camilo dijo que esperara, que se acordó de cómo había comenzado la charla.
—Donde decía cierran escuela por baja matrícula, tendría que decir la frontera de la soja se come todo, hermanito —mientras José anotaba en su libreta que en ese momento el cultivo subió de nueve mil hectáreas, que eran a principios de 1970, a diez millones, datos que Camilo agregó a su sugerencia para el título de la noticia.
El ruido de las campanas marcaba el mediodía y ahuyentaba a una bandada de palomas que casi los choca. Ambos se agacharon a medias, y en ese gesto para librarse de las palomas se generó una complicidad temporaria. Al erguirse, quedó una estela en el aire diciendo que se tenían que volver a encontrar, intercambiar números, direcciones. José, antes de guardar la libreta, anotó su contacto en un papel y se lo entregó a Camilo, aclarando que a veces no tenía tiempo ni para afeitarse. Camilo lo miró, también aclaró lo suyo, que no tenía teléfono, dobló y guardó el papel, refregó sus manos, y marcharon.